
Iba un príncipe ligeramente gay por los jardines de su palacio, y parándose en un estanque, oyó una rana, que con voz dulce le decía:
–¡Oye, guapo! soy una princesa encantada, antes de ser rana era bellísima, con un cuerpo de 90-60-90, además de muy ardiente, era maestra en todos los gozos de la carne; tenía gran paciencia para que mis amantes llegaran al máximo clímax del placer; el Kamasutra era para mí como un modesto abecedario, tenía un voluptuoso temperamento que me llegaba generalmente a ser multiorgásmica; en mi mirada brillaba la concupiscencia, mi bronceada piel escondía unas morbosas carnes duras y apretadas, que al tocarme se estremecían de placer.
Cógeme con cuidado, llévame a tu principesca alcoba, y allí dame un beso, entonces volveré a ser quien era, y gozarás de todo lo que te he dicho y de mil placeres más que te podré proporcionar.
El Príncipe se agachó cerca de la rana, y, desenvainando de su cincho un adamascado puñal, se dispuso a acuchillar al animal.
–Para un momento ¿es que no te apetece todo lo que te he prometido?
–En absoluto-, contestó el Príncipe gay. -Prefiero un guiso de ancas de rana, antes que meter en mi cama una salida como tú, ninfa lasciva, y que lo sepas, eres una guarra y una maníaca sexual.